sábado, 27 de agosto de 2011

imágenes y pensamientos en tres estaciones de tren




Estación Sarandí:


Puente, abajo niños juegan fútbol.
Miro el partido.
Un pibe hace algo increíble: pasa por el medio de dos jugadores, gambetea otro y acto seguido tira al arco con cara externa del pie, produciendo un efecto peculiar en la pelota, que se mete en el ángulo superior izquierdo del arco. Sus compañeros lo vitorean.

Miro a un pasajero sentado frente a mí.
También él estaba observando el juego, también me mira.
Ambos decimos lo mismo, sonriendo, a coro: “golazo!”
Todo un viaje en tren y sólo ese instante de conexión, después del cual cada uno siguió con sus problemas, con su vida.

Y ese chico.
Con talento para jugar en los mejores equipos del mundo.
Y sin plata, o sin apoyo.
Tal vez, de grande, cuando trabaje (con suerte) en una oficina, pensará que pudo haber sido como Messi.
O tal vez no, tal vez sea feliz, con su mujer, sus hijos, sus domingos.
Y cada tanto, su asado con antiguos compañeros de potrero, que seguramente recordarán orgullosos sus habilidades.




Estación Wilde:


Un ciego se para a mi lado y canta, con mucha emoción, una canción folclórica. Tiene una voz magnífica. Soy uno de los pocos que lo aplauden, aunque en este caso no doy limosna, no sé por qué. Bah, sí sé por qué: soy egoísta y necesito las monedas para la vuelta en colectivo. 
(¿Qué le servirá más al ciego: mi moneda o mi aplauso?
Lo primero, seguramente).

Luego de pasar por la limosna, se va al siguiente vagón.
Escucho que canta otra cosa, tal vez hasta tiene un repertorio completo, como para una función en un teatro. Y canta bien, o igual de bien que tantos que llenan teatros, venden discos y aparecen en los diarios.
Al igual que el pibe del potrero, el azar le impide llegar a cantar en un teatro.
El azar o, mejor dicho, la industria.





Estación Bernal:


El tren demora en salir por segunda vez.
Fastidio, algunos susurros.
“Señores, se rompió la máquina, nos quedamos acá”, anuncia un guarda.
El susurro da paso a la protesta.
Y con razón, claro.

Bajamos.
-¿Disculpe, ¿sabe qué me puedo tomar acá para ir a La Plata?
-Nada, tendrías que ir primero hasta Quilmes y de ahí...

Nuevamente, la comunicación.
Parece que tienen que despertarnos, algo externo tiene que suceder para que nos pongamos a hablar entre nosotros.
Me viene a la mente la imagen de Robert De Niro en “Despertares”, ¿tan dormidos, tan apaciguados podemos estar?

Miro a una chica, ella también me mira.
Está apoyada en el tren, buscando –al igual que yo- una respuesta.
Por un momento pienso en hablarle, pero se pone a revisar su teléfono celular. Yo también, para no ser menos, reviso el mío. Mando un mensaje notificando mi demora.

Y ahí volvemos al mundo dormido.
Al de la supuesta "comunicación" (que obviamente tiene sus beneficios, pero que también aísla más de lo que acerca, a veces).
Entonces, inmediatamente, viene en nuestro auxilio la explicación racional: la chica del tren tiene su vida, yo tengo la mía. El encuentro es puramente casual, y las casualidades no rigen el mundo.


Pregunto al maquinista cuánto cree él que demorará la “reanudación del servicio”. No es mucho, resuelvo esperar.




  

MJT
14-08-2011