Eran
hormigas.
Un
ejército infinito.
Salían,
salían y salían
de
dos agujeros
en
la cocina de la casa.
Revoloteaban,
muchas tenían
alas,
pero elegían morir
en
el piso, en la mesada, algunas
junto
a los platos recién lavados
o
adentro de las tazas,
tumbas
raras para nosotros
pero
no para ellas,
acostumbradas
a vivir bajo tierra.
Forzaron
el uso
de
insecticidas y cepos.
Y
nos acostumbraron
a
utilizar la escoba frecuentemente,
creando
así, sin quererlo,
un
ritual mántrico,
barredor
de pasados.
Eran
caracoles.
Igual
que las hormigas,
arribaron
con las incesantes
lluvias
de primavera.
Se
habían declarado dueños
del
jardín. Deambulaban
por
el mismo, impunemente.
Fueron
motivo
de
celebración y charlas
en
los cumpleaños.
Una
noche me
topé con uno de ellos
en
el umbral de mi cuarto.
Por
un instante nos miramos,
intentando
huir rápidamente
de
aquél incómodo encuentro.
Algún
pisotón inadvertido
acabó
con la vida de tres o cuatro.
Casi
como una metáfora del mundo.
MJT
30-10-2012