Parece
que sí.
Y
entonces, sonreímos y
nos
levantamos
temprano.
Y
transmitimos, dicen,
otra
energía.
Entusiasmo.
Volvemos
a contemplar
el
mismo viaje
en
aquél tren imaginario
que
une –mágicamente-
a
Llavallol con
Adrogué,
Padova,
Guernica,
San Clemente,
Ituzaingó,
Adrogué otra vez, (todavía huele a
Asunción,
Bella Vista, perfume de enero)
Almagro,
La Plata
y
hasta Berlín.
Volvemos
más atrás, todavía.
A
esos pasillos, ese salón de actos,
ese
piano de cola,
-en
el que nos acompaña otra vez
el
genio de Wolfi,
solo
que unos 300 KV más adelante-,
esas
paredes
eternamente
viejas,
-algunas
todavía tienen
marcas
de mochilas gastadas-,
esos
pasillos
que
ya no escuchan,
pero
reconocen nuestro paso.
(Ojo, también podríamos
contemplarnos nuevamente sentados
en ese café de Lomas de
Zamora,
el puntapié inicial de todo
esto)
Doce
años después,
la
misma sensación
-tan
linda-
de
pertenecer.
Aunque
de pronto parece que sí.
Que
algo es diferente.
Que
definitivamente, este otro viaje.
Que
“ya no es ninguna”.
Y
que ahora es adelante.
Como
si entendiéramos finalmente
nuestra
propia canción.
Entonces
decidimos,
casi
por vez primera,
el
recorrido.
Y
es que ya no hay tiempo de detenerse,
a
esperar
a
pasajeras de ayer,
que
viajan
colgadas
de nuestra memoria,
como
en una especie de hora pico
de
amores e ilusión.
Y
al no esperarlas, claro,
pasamos
de largo
-¡por
fin, che!-
las
viejas estaciones.
MJT
27-04-2012