Va y viene la pelotita. Ping. Pong.
- ¡Qué paliza! - dice Ariel, que está por irse a comer a su casa pero parece que no se va más porque mi viejo insiste en darle la
revancha.
Tres a uno van ahora, y la cosa sigue...
Ojonovayanacreerquenoledoyimportanciaalaspectolúdicoperohaygentequeseemocionasobremanera.
Seis iguales.
Mientras tanto, el papel.
Permeable, por suerte.
Se me ocurre que las flores son realmente bellas cuando escasean (como ocurre con los sauces en verano) y que somos así, apegados a la costumbre como un mono.
Doce-siete. Ocho-doce (cambió el saque).
Se me ocurre también que el mundo es una olla con agua caliente, y que somos como fideos que se van cocinando de a poquito, por eso nos ablandamos a medida que pasa el tiempo. Aunque algunos tal vez sean huevos fritos en una sartén, ya que rápidamente el mundo los quema y los convierte en algo distinto a lo que eran.
De repente me doy cuenta de que tengo un hambre de locos.
Pica el bagre y todo se va al carajo, como las pelotitas de ping-pong, que por cierto tienen la notable y odiosa facultad de inmiscuirse en lugares incómodos para el alcance humano.
Voy a buscar la pelotita al baño y me pongo a observar la cortina, tan calma entre todo el bullicio producido por los gritos, las risas, la pelota que repica y las teclas deestamáquinadeescribirremington10.
Entonces, se me ocurre que la cortina, como las flores, son las cosas que hacen que el agua o el aceite quemen menos. O que eso creamos, mientras nos cocinan a fuego lento...
- ¿Qué hora es? - pregunta Ariel
- Diez y veinticinco – contesto.
- Bueno, juego el último y me voy - asegura. ¿Será verdad?
El comienzo de las cosas siempre es más claro.
Los dejo, está la comida.
MJT
10/04/2006
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